Comentario
Acaso quien mejor supo conectar con este mundo emergente fue el escultor Cefisódoto el Viejo. Debió de ser un artista muy bien introducido en los ambientes rectores de Atenas, pues sabemos que su hermana se casó con el político Foción (Plutarco, Foción, 19); por ello no es de extrañar que recibiese el primer gran encargo oficial de que se tiene noticia en Atenas después de la Guerra del Peloponeso: la escultura de bronce que conmemoraría en el ágora la paz firmada entre Atenas y Esparta (probablemente la del 374, o acaso la del 371) y que, a los ojos de los atenienses, señalaría el principio de una nueva era de prosperidad.
Este monumento, representación de Irene y Pluto, es decir, de la Paz como madre o nodriza de la Riqueza, es considerado unánimemente la piedra fundacional del Segundo Clasicismo. Inmediatamente elevado en Atenas al carácter de símbolo, y reproducido desde el momento de su inauguración en algunas de las ánforas panatenaicas que se entregaban como premio a los vencedores en los juegos atenienses, ha llegado hasta nosotros a través, sobre todo, de la magnífica copia que se conserva en el Museo de Munich.
Irene, majestuosa, se yergue como una matrona clásica. Actitud y vestido son una consciente vuelta a Fidias y a Alcámenes, y sus amplios y pesados pliegues rompen con las caligráficas superficies del estilo florido postfidíaco. Incluso el empleo del peplo, prenda por entonces caída en desuso (salvo en el ritual de Atenea), quiere ser un canto a la tradición. Pero, por debajo de esta apariencia, síntoma ineludible de la voluntad política ateniense de volver a las glorias pretéritas, el nuevo mundo bulle en las partes desnudas de la estatua: la infinita dulzura de la diosa al mirar al niño, el contacto psicológico del cruce de miradas, el intento -aún sólo parcialmente conseguido- de darle a la criatura formas realmente infantiles, rompiendo con la tradición que veía a los niños como jóvenes en tamaño reducido, todo en fin nos habla de la nueva mentalidad.
A niveles aún más profundos, nos hallamos ante la primera gran composición alegórica de la escultura griega, capaz de expresar en el arte público una idea abstracta ("la paz es el origen de la riqueza"), algo que antes sólo podía rastrearse en pintura cerámica u otras obras menores. Si Irene, como la Victoria, eran ya desde tiempo atrás personificaciones divinizadas, a partir de ahora este tipo de deidades se difundirá profusamente por la mitología clásica.
El hallazgo de Cefisódoto -introducción del sentimiento y de cierto realismo, pero salvando la armonía de los ideales clásicos- estaba llamado a tener un éxito duradero en Atenas, y sobre todo en sus clases acomodadas: era la síntesis óptima que podía desear el ambiente sosegado que aplaudía a los divos en la escena trágica, y que pronto se enternecerá con las comedias de costumbres del tímido Menandro; la sociedad que acudía a deleitarse con la retórica jurídica de un Iseo o con los sopesados discursos de Isócrates. Quizá para ella los furibundos ataques de Platón contra las novedades artísticas resultaban excesivos, y hasta extemporáneos por excesivamente teóricos, pero también había que limar el despiadado cinismo de los antiguos sofistas.